El chico de las mil constelaciones.

El chico de las mil constelaciones,
ese al que le crecían tulipanes en el pecho
que después no puedes arrancar,
porque le enraizaran en el corazón
y son demasiado hermosos para cortarlos.

Cuesta imaginárselo de noche en la cama,
tapado y despierto,
tratando de explicarle a los niños
por qué existe la muerte,
pero se le mojan las pestañas
y le pesan demasiado.
Y se le cuelan las inseguridades entre las costillas
y le calan los miedos en los huesos,
que hermosa catástrofe era verle romperse
y romper a todos a su alrededor.

Un día se derrumbó,
se le atrincheró en las piernas
para no descender más allá del suelo
y le mojó las rodillas de lágrimas.

Pero todavía no han encontrado
un material resistente
para pulir la porcelana de su piel
sin que se le escapen los sueños ligeros
arrastrados por el viento.
¿Podría alguien contar todas las estrellas del universo?
Pues igual de imposible resulta con sus lunares:
el chico de las mil y una galaxias.
Con sus 19 constelaciones visibles en el pecho
y ese planeta en la parte izquierda.

A veces se le resquebrajan las venas
y por ahí escapa su dolor,
es pura autodefensa irónica:
se vaciaba para no ahogarse.
Tiene unos ojos impenetrables,
verdes y profundos
como el lago en el que juegan los niños en verano,
pero quien los atraviesa
ya nunca vuelve a salir a flote,
como todas y cada una
de sus constelaciones.
Para verlas debes acompañarle durante toda una noche,
que cuando canta
le rebosan los sentimientos por las pupilas,
y su mirada se vuelve turbia
y el mar llora de envidia.

Se apaga el candil al final del camino
y ya no tienes ninguna luz a la que aferrarte,
más que a la suya,
hasta que la noche arrasa con todo.

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