Al inframundo, por favor.

La niña ya no sonríe,
ya no disfruta
los pequeños placeres
que le ofrece la vida.

Ya no es feliz
cuando le estrechan una mariquita,
ya no ve sus colores,
ahora es solo un insecto más.

La niña ya no sonríe,
no disfruta con las canciones de cuna,
mientras el atardecer le cae encima
ella se deja aplastar por los miedos.

Ya no mantiene la mirada
a cualquiera que le busque los ojos,
le han vuelto a crecer los dientes
y ella solo busca que se le caigan.


La niña ya no sonríe...
¿Acaso importa?


Nadie va a bajar al infierno
para salvar un alma
que no tiene remedio,
ni quiere tenerlo.

Nadie va a arriesgarse
y menos con un caso tan perdido:
donde no hay nada que ganar
las pérdidas están aseguradas.


Pero la niña lo entiende
y no culpa a nadie
de dejarla caer al vacío,
sin pasarse a verla perder.

A ella le gusta
pasear por el borde del precipicio,
con los ojos vendados
y haciendo equilibrio sobre su dolor.

Es como una perfecta contradicción:
se lesiona
para sentirse un poco más viva,
se suicida,
para bajar a un mundo mejor que el suyo.

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