Hugin y Munin.

Sus muñecas parecen dispuestas
a romperse en cualquier momento,
lucen como ramas quebradizas
alojadas en algún roble devastado.

En el vértice de sus codos,
se ven reflejados los minutos
y las horas lapidadas
entre las páginas de algún libro.


Los libros,
sus fieles compañeros,
aquellos que jamás le juzgaron
ni emprendieron el vuelo dejándola en tierra.

Tiene un par de tulipanes
insertos en sus clavículas,
que sangran cada vez
que su propia alma le abandona.


Uno representa su apresión paradójica
y otro contiene todas las sonrisas silenciadas.


Recuerdo una ocasión
en la que le arrebataron la flor más bonita;
y desde entonces sueña con los ojos abiertos
e implora al universo que se agote el tiempo.

No obstante este avanza con lentitud,
por ello le asiste a ratos
con finas aberturas que exilian
inertes cascadas carmín, repletas de dolor.


En sus frágiles tobillos
lleva tatuadas a base de golpes
sendas alas de Hugin y Munin.


Aún nadie le ha visto emprender el vuelo.


Quizás los zapatos
le pesan demasiado,
pues en ellos guarda
todas las promesas rotas.



No es más que una antorcha
que calló demasiado prematura
junto a la Dama del Lago.

Desplomándose tan fuerte,
que se hizo añicos
las ganas blasfemas de soñar;
como si no existiese un estallido inminente.

Sintiendo la rotura ajena,
involucrada con un nombre
que confundía con amor.



Y palpitando a pocos infinitos
de su inminente caída final,
se percató, apática,
del desvaído tulipán hecho cenizas.

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