Kagutsuchi.

Empiezo llorando consolada,
explicando al mundo
que la presión pudo más
que los abrazos olvidados.

Siempre me dijeron
que una herida duele más
cuando se está curando.
¿por qué dudarlo?

Viendo cómo a cada corte
me crecían más las alas.
Y las lágrimas, confusas,
bifurcaban en seda roja.

Ahora han pasado eones
desde la última palabra
que, carente de cautela,
me escupiste al corazón.

Si desde que te vi me gustó
la forma en que me desvelabas
con el café de tus ojos;
sin invitarme después a tu vida, claro.

Y de qué manera te ibas
defendiendo, ante todo,
el victimismo de Caperucita
y lo brutal del lobo.

Con muy pocos solsticios,
y en compañía de tus ojeras con cafeína,
has quemado más corazones
que campos secos el verano.

Una persona muy armada,
pero no de valor,
que arrasa los recovecos
de esta existencia caduda.

Unos labios gélidos,
ardientes como Kagutsuchi,
que más que derretirse
se funden en mis ojos.

Se le volatilizan las ideas,
cuando busca la coherencia
entre el peso de la muerte
y la apariencia de los tulipanes.

Me duele el paso del tiempo;
me agobia la delgada aguja
que resta los segundos
a una enfermedad inminente.

La del miedo y la vida,
la de las piele áridas
que siempre desembocan
en sentimientos superfluos.

La de la pérdida de algo maravilloso,
efímero, perecedero,
sublime e inefable,
que jamás volveré a sentir.

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