El huracán.

Corre, que viene el huracán,
con su furia y con su rabia
arrasando los campos marchitos,
con su reguero de lágrimas.

Se come la tierra y corroe el mar,
avanza indómito por la calle;
y yo lo busco a ver si me lleva
a algún lugar que me despierte.

Si me empuja lejos, me desplomo,
pero me yo levanto, lo intento,
aunque me arranque los brazos;
yo voy, lo miro y lo muerdo.

Aunque a veces me lance ramas
yo las recojo y hago un fuerte,
el huracán puede ser bello
cuando se lleva los pétalos
de las flores que ya no crecen.

Es una lucha entre corrientes
que no comprendo, y no me importa,
porque lo contemplo a un metro
y me entretengo con admirarle.

Incluso lo compadezco
cuando lo veo retorcerse de dolor;
entre el frío y el calor que lo carcomen
hasta sus más profundos huesos.

El huracán quiere morir en el mar
y yo solo quiero que sea brisa otra vez;
quiero que vuelva a acariciar la hierba,
y pensar en oler a tierra húmeda,
y a helarme las venas por las mañanas.



Ningún huracán podrá demoler jamás el Palacio.

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